Los lugares de Coropo

domingo, 18 de marzo de 2007

El país de las maravillas está en Oxford




Oxford es famosa por ser la primera ciudad inglesa en hospedar cientos de jóvenes estudiantes en sus calles y colleges. Todas las guías sugieren caminar por “High Street”, una calle curveada llena de comercios y restaurantes que en realidad le llaman “The High” y la consideran una de las más bellas del mundo. Pero yo encontré entre las esquinas de Oxford el país de maravillas que recorrió Alicia.
El descubrimiento se dio justo después de recorrer “Christ Church”, la catedral de la ciudad, que me sorprendió más por sus jardines y sus pequeños caminos, que por sus edificios medievales. Al salir de allí me llamó la atención una pequeña tienda de souvenirs que para la mayoría de los turistas pasa desapercibida. No tiene ningún gran aviso en la entrada o vidrieras que ofrezcan dos franelas por uno. Entré allí, simplemente porque era el único lugar donde podíamos protegernos de una repentina lluvia helada en pleno invierno.
Las gotas dejaron de caer 15 minutos después, pero ya no tenía ganas de salir de allí, porque sentí que en esos 40 metros cuadrados había encontrado un tesoro. Toda la tienda resultó ser un homenaje a uno de mis libros favoritos cuando era niña. Allí estaban Alicia, el elegante conejo blanco, el sombrerero loco o la libre de marzo convertidos en imanes para la nevera o estampados en franelas y delantales de cocina. Pero también diferentes ediciones del famoso cuento infantil Alicia en el país de las maravillas y una colección de biografías de su autor, Lewis Carrol, que en realidad se llamó Charles Lutwidge Dodgson, pero al escribir “Alice´s adventures in Wonderland” fue su seudónimo el que recibió toda la fama.
Carrol ingresó a los 18 años a la Universidad de Oxford, y allí permaneció durante 50 años, obtuvo el grado de bachiller, se ordenó diácono de la Iglesia Anglicana y fue profesor de matemáticas de Oxford. Era tartamudo y eso le impidió dedicarse al sacerdocio a tiempo completo, pero además padeció de insomnio durante toda su existencia y sufría epilepsias, una enfermedad que también provocaba el rechazo en esa sociedad.
Dicen que prefería la compañía de niñas y niños para enfrentar su timidez y dificultades al hablar y que fue a Alicia, la hija del pastor de Christ Church, a la que Carroll le comenzó a contar sus fantásticas historias que luego convirtió en libro, cuando caminaban por los jardines cercanos a su casa y el río.
En la tienda, es posible releer la primera página de ese libro que tanto me gustó a los 10 años de edad. Alicia, la del cuento, está acostada justamente en una verde pradera frente a la catedral, casi entredormida por el sofocón del verano inglés, cuando ve al conejo blanco, con guantes y un abanico en unas de sus patas que mira un reloj de mano, apurado por devolverlo a su chaleco, porque debe sumergirse en la tierra.
La entrada al país de las maravillas está allí, en los inmensos jardines de la catedral, quizás en el enorme árbol de la entrada, o frente al riachuelo que está al costado y se puede cruzar por un estrecho puentecito que también parece de cuentos de hadas. El paisaje de Oxford dejó justo en ese momento de ser real, sirve para la imaginación, para vivir de fantasías. Es el país mágico e irónico, pero extremadamente inglés, en el que Alicia puede siempre tomar el té de las cinco.

martes, 27 de febrero de 2007

Reading, la ciudad gótica


Es una práctica común. En las grandes ciudades, los suburbios, léase donde la mayoría de la gente vive, merecen siempre el desprecio de quienes se enamoran de lo rápido que va el mundo en el centro de estas urbes. Reading está a 20 minutos de la zona 1 de Londres. No despierta ningún interés de los habitantes londinenses, menos de los turistas. Y tienen razón. En Reading pareciera que no pasa nada. Todo es excesivamente callado, desierto, no hay nadie en las calles. Pero se sorprenderán de una cosa. La ciudad tiene en su casco central una réplica de los bares y restaurantes que hay en cada barrio de Londres. Con las tiendas sucede lo mismo. Hay artistas en la calle, vendedores de flores, portugueses vendiendo comida italiana y gente que habla una diversidad de idiomas, son estudiantes de todas partes del mundo, que estudian aquí, pero disfrutan en Londres. ¿Por qué? No lo puedo entender. Pareciera que a estas calles les faltara alma, pasión, malicia, todo eso que tiene en su centro la capital de Inglaterra, pese a que terminó de ser una franquicia. Basta sólo descubrir que en las esquinas de Oxford Circus Street, ahora cohabitan Niké Town, Zara, y H&M.
Sólo hay un sitio de Reading que me sorprende. Es más bien una esquina. Desde allí se ve San Mary’s Church, una iglesia que hace 20 años cumplió los 1.000 de su construcción. Al lado de esta estructura milenaria permanecen las enormes tumbas de mármol blanco de los fundadores de la ciudad. Se trata entonces de un paraíso para los góticos, que se puede divisar al final de una calle que se llama Gun Street. Diganme si no es raro el lugar.

domingo, 17 de diciembre de 2006


Un suceso con vista al mar

Siempre me gustó el viaje a La Guaira. Me gusta el mar, más bien, mirar el mar. Hasta ahora me resultaba una sorpresa la imagen al salir del último túnel de la autopista. Todo cambia de golpe, se atraviesa la humedad, la brisa se despide de Caracas y el sol que encandila, deja ver a ratos el horizonte azul. En apenas unos segundos se siente de cerca el mar, parece que hasta se puede oler, y el paisaje de montaña quedó un kilómetro atrás. Era ese unos de mis sitios y momentos preferidos hasta ayer. Me accidenté exactamente a la salida del túnel Boqueron 2. Tuve que orillar la camioneta justo en ese lugar en que por primera vez se puede ver la costa. Estuve una hora y media allí sola y nunca jamás se me ocurrió ver el mar, desapareció. En principio porque el humo del motor no dejaba ver alrededor. Sólo los camiones y carros que bajan a toda velocidad disipaban con su estruendo el aire quemado que salía del motor, pero agitaban la camioneta detenida de tal forma, que parecía que con cada uno recibía un golpe o un alerta. El ruido que no soportaba era el de las motos, las miles que intenté contar, sólo por el temor que provocan cuando estas sola en la vía, exactamente sóla, porque tampoco el celular tenía batería. Me aterraban, quizás porque es el contacto más cercano que tienes con otra persona, ves al motorizado de cuerpo entero, sería esa la diferencia. Yo simplemente intenté que él, que ellos, en cambio no me vieran, que nadie me viera. Quería ser invisible. El grado máximo de desconfianza en el otro llegó ayer a convertirse en mi peor pesadilla. En la mitad de las motos viajaban guardias nacionales, policías enchaquetados, o cualquier forma extraña de autoridad. Menos quería que supieran que estaba allí. El miedo era todavía mayor. Sólo se diluía al fijar la vista al espejo retrovisor, rogando que este no se detuviera y celebrando cada vez que se alejaban a toda prisa. Nadie se detuvo. Sólo el gruero pirata que tiene un ojo para los negocios fáciles. Nunca pensó que este sería tan bueno. Una mujer sola acepta la cifra que sea para salir de allí. Él por si acaso no dejó pasar el cuento. Anoche -empezó a contar sin nadie pedírselo- cuando a una conductora le arrogaron una piedra al vidrio frontal del carro y se detuvo, la asaltaron. “Yo la encontré desnuda y sí lloraba esa niña, esíta”, comentó con saña. Dos horas después abandoné el lugar, regresé a Caracas. Y nunca vi el mar, mis sentidos parece que se desconectaron en la espera, porque el miedo nubla y acaba con las vistas.

miércoles, 13 de diciembre de 2006

Lisboa

Una osa custodia el cabo da Roca

La furia de los dioses dejó
su huella en Cabo da Roca


En Portugal, a 40 kilómetros de Lisboa, es posible repasar los pasos de los descubridores en este acantilado de 140 metros: el extremo más occidental de la Europa continental. El lugar más cercano a América

Al borde de un acantilado de 140 metros que separa la tierra de Portugal del inmenso océano Atlántico es posible creer en el poder de los dioses. Al asomarse a este balcón natural que es el Cabo da Roca (cabo de piedra) sólo se divisa, cerca de la costa, una enorme piedra (también conocida como la piedra de la osa). El resto es sólo mar. Cuenta la leyenda que los dioses dieron a Ursa la orden de emigrar con sus crías hacia el Norte. Entonces, eran los tiempos de la última glaciación. Pero la osa Ursa no quiso proteger a sus hijos del hielo que comenzaba a derretirse en esta Sierra de Sintra, al este de Portugal. Y esta negativa desencadenó el enfado de los dioses. Para que escarmentara, la convirtieron en esa enorme roca que vive para siempre en medio del mar a la vista de los viajeros que se acercan a ese abismo por unos minutos, los que resista el cuerpo ante el viento que sopla con mucha fuerza durante todo el año y congela hasta la mirada. Alrededor de la desobediente Ursa sólo hay otras piedras más pequeñas. La leyenda dice que son sus hijas, ahora su eterna descendencia. Cualquiera puede quedarse mudo con esa imagen y la historia que rodea a este lugar, el punto más occidental de la península ibérica. Al Cabo da Roca le llaman la nariz de Europa. En esta medición no entran las islas de Irlanda e Islandia. Pero al llegar aquí poco importan las coordenadas geográficas, lo único que provoca es permanecer de pie en este inmenso mirador solitario. El pensamiento siguiente puede ser aún más insólito. Cómo iban a imaginar los romanos, los moros o los portugueses que después de este inmenso mar que rodea este precipicio era posible encontrar otras tierras. Al caminar a lo largo de su borde es lógico concluir lo mismo, que esto es el fin, que en esa línea del horizonte se muere el sol, nadie se atrevía a asegurar que al otro lado de este océano que no cabe en foto alguna se extiende América. El viento puede ser lo único que perturbe esta reflexión, cuando a ratos sopla con más fuerza y amenaza con llevarse el abrigo o la gorra de cualquiera. Los vendedores de postales aseguran que ni en verano las cosas en Cabo da Roca cambian, así que su negocio de ofrecer descanso y abrigo a los turistas no pudo ser mejor. En el único restaurante del lugar, frente al solitario faro, los turistas cansados de soportar el frío, pueden apreciar con más calma este paraje natural, donde la flora sólo existe al ras de las montañas. Algunas guías de viaje aseguran que en otra casa cercana es posible adquirir un certificado oficial que dé fe de haber llegado al punto más occidental de la Europa continental, pero después de aguantar una hora en este abismo sólo provoca acompañar un café con leche con un típico travesseiro de Sintra, un pastel de hojaldre relleno de un dulce muy especial que a un venezolano común le recuerda el sabor del cabello de ángel. El apellido de este postre se debe a la ciudad más cercana a Cabo da Roca. Sintra está a tan sólo 18 kilómetros de esta punta y suele llenarse de turistas que deciden conocer los alrededores de Lisboa, la capital de Portugal, en un solo día. Encanto de reyes Lo ideal es empezar el recorrido por esta pequeña ciudad oculta entre las sierras que muchos prefieren, porque suele ser más fresca que Lisboa y a la que se puede llegar por tren o carro en menos de una hora. La mayoría asegura que Sintra tiene un encanto especial, el mismo que adivinaron los reyes portugueses cuando instalaron allí sus refugios de verano, unos lujosos y coloridos palacios que hoy pueden visitarse para imaginar lo concurrida que podían ser las fiestas de la monarquía. Primero que los reyes católicos, a estas colinas llegaron los moros. Los restos de un castillo que está en lo más alto de Sintra deja señas de las hazañas de estos conquistadores árabes en el siglo VIII. Después de subir sus enormes escalinatas de piedra que están en el contorno de la montaña y llegar a la milenaria torre desde donde vigilaban los moros una supuesta invasión que nunca ocurrió, la sensación se repite. En esta cumbre, el visitante vuelve a encontrarse con el cielo, a perder su mirada en el horizonte y a comprender porqué los hombres siempre intentarán conquistarlo todo, recorrer hasta la más lejana de las tierras y únicamente detenerse cuando sientan que ahora sí están en el fin del mundo.
¿Cómo llegar al acantilado?
Un monolito que se erige en este mirador ubicado al este de Portugal es la señal que indica exactamente donde está ubicado el Cabo da Roca, el lugar más occidental de la península ibérica, el punto más cercano al continente americano en la Europa continental. En la piedra se observan las coordenadas geográficas del lugar -que pueden archivarse en un GPS-: 38°, 47' latitud norte; 9° 30' longitud este. El cabo está a 18 kilómetros de Sintra y 40 kilómetros de Lisboa. Para llegar allí hay que tomar una estrecha carretera que recorre la sierra de Sintra y termina en el mar. De regreso a Lisboa, es preferible usar una vía que bordea toda la costa y está repleta de playas y ciudades balneario, las preferidas de los ingleses y europeos del norte, así como de los surfistas en búsqueda de aventuras.

A las orillas de Lisboa
Hay diferentes formas de conocer Lisboa y sus alrededores. La propuesta es descubrirla con un largo paseo por la costa. El punto de partida es la estación Cais do Soudre, justo en el centro de la recta invisible que es su litoral. A los lados se extiende el inmenso puerto, ese que hace a los portugueses gente abierta a recibir todo lo raro o lo nuevo que llegue: al lisboeta le gustan los extranjeros. La novedad es que entre esos galpones se han instalado restaurantes, discotecas y cafés que le dan vida día y noche a este lugar. Una sugerencia es pasear y comer algo justo a la altura del puente colgante 25 de abril, antiguo puente Salazar, que fue rebautizado para que nadie olvide el día en que ganó la pacífica revolución de los claveles. La idea es medir la magnitud de esta obra arquitectónica que recuerda el Golden Gate de San Francisco justo a sus pies, para luego intentar tomar la foto al inmenso Cristo Rey, una versión del que caracteriza a Río de Janeiro, que está en la colina más alta de Almada, la ciudad situada al otro lado del río Tajo. Si después toma hacia la izquierda de esta costa, en tren o en auto, encontrará una ciudad totalmente distinta: es la Lisboa moderna que se instaló desde 1998 gracias a la exposición universal. El tema no podía ser otro: Los Océanos. Al mirar al frente y descubrir el momento en que el río Tajo se funde con el Atlántico se puede comprender mejor el mensaje central de este evento, la necesidad de conservar estas fuentes de vida. Lo que antes eran sus pabellones ahora son viviendas, centros comerciales y paseos marítimos que reciben a los turistas con un aire lujoso, limpio y moderno. Pero hay que volver atrás para descubrir la Lisboa caótica y descuidada, mucho más humilde con sus bares y pequeños restaurantes en los que se oye el Fado de fondo. Todos estos sitios suelen tener una pizarra o cartel en la puerta, en el que se lee: "Si hay caracoles, sardinas asadas y oporto". En esas líneas los viajeros descubren que aquí la felicidad es mucho más simple. Cuando logre escapar de las callejuelas del centro y desista de subir a los barrios más famosos y alegres de la ciudad, el paso siguiente es tomar ahora hacia la derecha del puerto. A lo largo de la avenida de Brasilia encontrará dos enormes miradores: el monumento al Descubrimiento y la Torre de Belém. Desde el primero se ve la Plaza del Imperio y el Mosteiro Dos Jerónimos (el monumento religioso más sobresaliente de la capital) y una enorme brújula dibujada en el pavimento con un mapamundi en el centro que indica las rutas de los descubridores. En ese momento voltee y mire al mar, para que sienta el deseo de seguir la corriente y continúe recorriendo la costa. A pocos kilómetros de allí, la avenida se convierte en carretera y bordea las playas de arena blanca de Estoril y Cascais. Es un lugar cosmopolita, lleno de hoteles en los que se disfrutan los veranos. Cascais es la que más llama la atención, una ciudad mediterránea de calles en las que se dibujan estampados en forma de ola elaborados con ladrillitos blancos y negros, y por las que caminan -como si modelaran- cientos de turistas. La atracción es la subasta de pescado que se realiza todas las tardes en su puerto, justo donde comienza el boulevard de la ciudad. Pero no se detenga allí. Siga tres kilómetros más para llegar a la Boca do Inferno, un acantilado lleno de grutas en las que se puede oír el rugido de las olas cuando el Atlántico golpea. Después de salpicarse un poco con las gotas de mar, vaya al encuentro de las playas de esta costa, cada vez más repletas de surfistas que buscan olas gigantes en el litoral más solitario. La última es la praia de guincho y un poco más allá está el Cabo da Roca, el final del camino.